José Emilio Pacheco despide a Juan Gelman. La vida de Juan Gelman fue una lucha incesante contra el crimen de estado, la violencia, la injusticia. También resultó una batalla con el lenguaje, combate que le permitió hacer lo que nunca se había escrito ni se volverá a escribir.
Su existencia estremecida por todas las
tempestades tuvo la recompensa de hallar algo que ya casi no existe: un final
feliz. Murió sereno, sin dolor, en su lecho, en su casa, rodeado por los seres
que más amó en la vida. Se fue para nuestra tristeza inconsolable pero antes de
irse nos dejó dos grandes tomos indestructibles que contienen todos sus libros
de poesía, la poesía de quien era hasta el martes pasado el mejor poeta vivo de
la lengua y a partir de ese momento es uno de nuestros clásicos modernos.
Quise mucho a Gelman y lo admiré desde el
primer poema suyo que leí. Conversé con él durante más de treinta años. Con
todo, no puedo atribuirme el papel de amigo íntimo, aunque sí irrefutablemente
el de lector íntimo que nunca ha interrumpido el diálogo con sus libros. A partir
de ahora son aun más poderosos: ya nos hablan no de la muerte sino desde la
muerte.
Me encantaba su manera tan discreta y tan
modesta de leer en público, casi en voz baja. Para llegarnos tan hondo no
necesitaba nada más que su sinceridad desgarrada, su oído infalible, su
invención de nuevos ritmos y de nuevas palabras. Era por otra parte el hombre
más humilde, más generoso y más cordial que recuerdo.
Juan Gelman no volverá pero tampoco se irá
nunca.
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